martes, 25 de agosto de 2009

Reflexiones sobre un viaje a la India 3

En la India se adquiere conciencia de la insignificancia humana.

Cuando uno mira el cielo estrellado nocturno y cuando se tiene noticia de de los millones de estrellas en nuestra galaxia y de los millones de galaxias, cobra conciencia de la insignificancia de nuestro pequeño planeta y de la radical insignificancia humana. Pues viviendo y moviéndose por la India uno tiene una experiencia semejante. Por todas partes cantidades enormes de personas, cada una persiguiendo sobrevivir como puede.

Ante esas masas humanas, uno cobra conciencia clara de la insignificancia de la vida de cada uno de los humanos. Millones de personas que se suceden en generaciones ininterrumpidamente durante miles de años. ¿Qué importa un individuo más o uno menos? ¡Qué insignificantes somos cada uno de los individuos! Tan insignificantes como las hormigas de un hormiguero.



El culto a las imágenes.

Todas las imágenes son símbolos que apuntan a lo que no son ellas, a lo que las trasciende absolutamente. Desde ese punto de vista todos valen o no valen por igual.

¿Son unos más expresivos que otros? Quizás, pero eso no tiene gran importancia, si se tiene en cuenta la trascendencia de aquello a lo que apuntan. En este sentido, tanto vale una imagen de Durga o Kali que una imagen cristiana.

Las imágenes, desde la epistemología mítica, representaban, describían, aunque fuera sólo analógicamente, aquello a lo que apuntaban; lo hacía presente tal cual “Eso es”, en alguno de sus aspectos.

La epistemología mítica sólo modelaba a modo humano aquello que es inmodelable, aquello que está vacío de toda posible modelación. En este sentido, nuestras modelaciones, nuestras representaciones hacen presente, de alguna forma, aquello a que se refieren, pero sabemos su absoluta inadecuación. Por tanto, si tomamos demasiado en serio esas imágenes, nos desvían del camino recto. Siendo así, no podemos y no debemos dar culto a las imágenes. Su función será sólo la de recordatorio bien orientado y eficaz. Habría que eliminar de ellas todo lo que induce al culto, tal como altares, plegarias a la imagen o símbolo, etc.

Las imágenes y símbolos deben ser vividos y usados sin epistemología mítica, con cuidado y lucidez, de lo contrario desvían “del sutil”, “del que está vacío de toda forma” que podamos darle, “del que es totalmente otro”, del que ni es sujeto ni objeto ni individuación.



El politeísmo de la India y los monoteísmos.

Podría sostenerse que todos los pueblos agricultores practicaron una forma u otra de politeísmo o su equivalente: Sumer, Acad, Babilonia, Asiria, Egipto, India, Roma. También se puede afirmar lo mismo de China, aunque su politeísmo sea especial por el filtro del confucianismo. Todos los países de la cuenca mediterránea antes de la entrada del Islam, las culturas centro americanas, mexicanas, aztecas, incas, etc.

El cultivo de la tierra revela muchos lugares de sacralidad, muchos lugares hierofánicos: la tierra, el cielo, la meteorología, la fertilidad, la guerra, la autoridad, el cultivo, etc. Esos diversos lugares reveladores de la sacralidad adoptaban figuras de dioses y diosas.

A medida que las sociedades agrarias se estructuraban y jerarquizaban, el dios de dioses se acentuaba y se acentuaba, con ello, la tendencia a un monoteísmo. Una sola autoridad política y un solo dios supremo que no excluye el politeísmo connatural a la agricultura.
Podría decirse que el dios único se manifiesta de mil maneras. Así ocurrió en las grandes culturas agrario-autoritarias.

La India es, a la vez, monoteísta y politeísta. De Grecia, Roma y Egipto podría afirmarse algo semejante.

Los grandes politeísmos adoptan figuras diferentes, según sus raíces culturales. Mesopotamia se mueve en la tradición de Sumer; India en la tradición de los dioses védicos; Grecia y Roma en la tradición olímpica, etc. Los dioses de estas culturas son muy diferentes, pero los lugares de hierofanía que dan pie a esas figuras son muy parecidos.

Si en Europa no hubiera irrumpido el cristianismo, aliado del Imperio Romano, tendríamos, probablemente, una cultura religiosa parecida a la India, pero con formas olímpicas.

Lo que cambió la estructura religiosa de Europa, en relación a al India, fue la versión del cristianismo de Pablo y Juan, reelaborado por los Padres de la Iglesia. La versión judía del cristianismo no hubiera podido se adoptada por el Imperio. Y si hubiera vencido la interpretación gnóstica del movimiento de Jesús, nuestro parecido a la india hubiera sido aún mayor: politeísmo-monoteísta olímpico, cultos mistéricos funcionando por todo el Imperio y, sobre todo, un cristianismo iniciático de experiencia interior más que de creencias. El gnosticismo sin duda hubiera evolucionado de su dualismo inicial y se hubiera refinado.

Todos los monoteísmos rigurosos que penetran en culturas agrarias, se reacomodan, podríamos decir que se corrigen: en el cristianismo los santos y la Virgen jugaron un papel semejante a los dioses del politeísmo; lo mismo se podría decir de los santones del Islam de la cuenca mediterránea, o del culto a los antepasados de China.

Como conclusión: otra vez podemos comprobar que las formas de vida determinan la forma de representar y vivir la dimensión absoluta de la realidad, y lo inadecuado de la epistemología mítica en la nueva situación cultural.



Visita a los palacios del Maharahá de Jaipur.

La sacralización de la autoridad fue necesaria y una consecuencia del tipo de vida agrario; pero en la mayoría de los casos se convirtió en una calamidad, una plaga que devoraba los escasos bienes de los campesinos.

Quien tiene la legitimación de la sacralidad, más la capacidad militar de represión, puede utilizar las dos cosas en provecho propio. Y así lo hicieron. Basta con visitar los lujosísimos palacios y fortines indios para convencerse de ello.

Y de ese poder no se beneficiaba sólo el soberano, sino que también lo hacían todos los que le sustentaban, los que eran los apoyos de su poder: los nobles, los jefes militares. Y todo eso cargando sobre las espaldas de los campesinos

Miles de años de esta situación generaron la miseria que abruma a la India. De hecho, la religión legitimó esta situación; quizás la mitigó algo, pero ni mucho menos lo suficiente. Los líderes y jerarcas religiosos se beneficiaron de su alianza con el poder.

Pero hay algo más grave: de la estructura autoritaria que se consigue imponer en una sociedad agraria, depende la vida del pueblo. Si la autoridad ejerce las funciones que ha de cumplir: administración de recursos, resolución de conflictos, orden público, defensa del pueblo contra los enemigos exteriores, aunque lo haga de forma despótica, en esas funciones, centrales para la vida del pueblo, se manifiesta la dimensión absoluta de la realidad, independientemente de la catadura moral del jerarca.

Podría afirmarse que, en las sociedades agrarias, la autoridad es siempre jerarquía, autoridad sagrada. La religión, como proyecto de vida individual y colectivo querido por los dioses no tiene poder para deslegitimar la autoridad y su sacralidad; a lo más puede intentar moralizarla, responsabilizarla; pero la sacralidad de la autoridad es autónoma de la forma religiosa establecida.

Es la hierofanía que se manifiesta en la autoridad la que, en gran parte, legitima también a la religión. Se establece una circularidad de causa y efecto entre la autoridad y la religión: la autoridad, con su hierofanía, fundamente a la religión, y la religión con su sacralidad, sus mitos y su proyecto de vida y sistema de creencias, legitima a la autoridad.

La religión requiere de la autoridad para imponer su sistema de creencias y la autoridad requiere de la religión para su explícita sacralización. Sin embargo, el ejercicio de la autoridad es eje, a la vez, del sistema social y político y del sistema de creencias. Autoridad social y política y religión están ligadas a un hecho hierofánicos básico en un concreto estilo de vida agrario amplio. Autoridad y religión están amarradas a un mismo hecho hierofánico.
La religión como sistema de creencias, moralidad y proyecto de vida no puede desligarse del principio autoritario y tiene que concebir al Absoluto como Señor; y la autoridad social no puede desligarse de la religión a menos de atentar contra su mismo hecho hierofánico y su misma legitimidad.

Sólo la profunda vida espiritual, el silencio de toda estructura programadora puede disolver ese lazo de acero entre poder y religión, y deslegitimar a la autoridad tanto civil como religiosa, si conviene.

La religión agraria es la formulación, mediante mitos, símbolos y rituales, de las dos hierofanías básicas y fundamentales para las sociedades agrarias: la autoridad y el cultivo. Formulan, expresan esas dos hierofanías centrales, y expresándolas hacen posible su vivencia. Posibilitando esa experiencia, sustentan la naturaleza propiamente humana de doble experiencia de la realidad, la absoluta y la relativa.

De esas expresiones fundamentales deducen mítica y prácticamente lo que deberá ser el modo de vida de la colectividad; dicho de otra manera, construyen el proyecto colectivo.

Por consiguiente, la religión arranca del hecho autoritario y agrario y de las hierofanías que ahí se producen. No puede, pues, oponerse ni a la autoridad, ni a la agricultura, porque son el fundamente experiencial de su construcción. Por consiguiente, la relación entre autoridad y religión será o de fusión –las hierocrácias tales como las ciudades estado sumerias, la egipcia, las mesoamericanas, la incaica, en cierta medida las monarquías helenistas o el caso del Islam, que sin ser estrictamente una hierocracia, porque no hay sacerdocio ni iglesia, se acerca a ello-, o de pacto, -como es el caso cristiano-.

No podrá darse, como pretendían los pontífices católicos en la guerra de las investiduras y quizás Jomeini, el control de la religión sobre la autoridad. No es coherente esa pretensión, porque la autoridad no recibe su sacralidad de la religión, la tiene por sí misma en las sociedades agrarias.

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